Sobremirando desde sus alturas Olympianas, los financieros se hacían
llamar “amos del universo,” canalizando los poderes de su dios para dar
fortuna o ruina a las masas, literalmente moviendo montañas, destruyendo
bosques, cambiando el curso de los ríos, y causando el subir y caer de
naciones enteras. Pero el dinero mostró ser un dios caprichoso. Parece que los ritos desesperados del
sacerdocio financiero para aplacar al dios Dinero son en vano. Como el
clero de una religión que está a punto de morir, exigen a sus seguidores
mayores sacrificios, mientras culpan por sus desfortunas al pecado (la
avaricia de los banqueros y la irresponsabilidad de los consumidores) o
los caprichos misteriosos del Dios (los mercados financieros).
Lo que llamamos recesión, una cultura anterior pudo haber llamado “Dios
abandonando al mundo.” El dinero está desapareciendo, y con él otra
propiedad del espíritu: la fuerza animadora del ámbito humano. Las
fábricas se han detenido, los equipos se oxidan en los sitios de
construcción; parques y bibliotecas cierran, millones hay sin techo ni
comida, mientras las unidades de vivienda siguen vacantes, y la comida
se pudre en los almacenes. Pero todos los insumos materiales y humanos
para construir las casas y distribuir los alimentos aún existen. Es más
bien algo immaterial, el espíritu animador, que ha huido. Lo que se ha
fugado es el dinero. Es lo único que falta, tan insustancioso (en su
forma de electrones en computadoras) que apenas se puede asegurar que
existe, y tan poderoso que sin él la productividad humana se detiene por
completo. A nivel individual tambien, podemos ver los efectos
desmotivadores de la falta de dinero. Consideremos el estereotipo del
hombre desempleado, casi en la quiebra, recostado frente al televisor en
su ropa interior, tomándose una cerveza, con apenas las fuerzas para
levantarse de su asiento. El dinero, al parecer, anima tanto a la gente como a las máquinas. Sin él estamos desanimados o sin espíritu.
No nos damos cuenta que nuestro concepto de la divinidad ha atraido a
si un dios que le encaja perfectamente, y le ha dado soberanía sobre la
tierra. Al divorciar al alma de la carne, al espíritu de la materia, y
a Dios de la naturaleza, hemos instaurado un poder soberano desalmado,
enajenador, ni divino, ni natural. Así que cuando hablo de consagrar al
dinero, no invoco agentes supernaturales que le infundan santidad a los
objetos inertes y mundanos de la naturaleza. Mas bien, estoy
regresando a un tiempo pasado, que predata este divorcio entre materia y
espíritu, tiempo en el cual la santidad era endémica a toda cosa.
¿Y que es lo sagrado? Tiene dos aspectos: la unicidad y la relación.
Un objeto o ser sagrado es aquel que es especial, singular, único en su
categoría. Por eso es infinitamente preciado; es irremplazable. No
tiene equivalente, ni ningún “valor” finito, ya que el valor solo se
determina por comparación. El dinero, como toda medida, es un estándar
de comparación.
Por consiguiente una vida monetizada o basada en un valor monetario es una vida profana puesto que el
dinero y las cosas que compra no cuentan con las propiedades de lo
sagrado. ¿Que diferencia hay entre un tomate comprado en el
supermercado y un tomate producido en la huerta de mi vecino que recibí
como obsequio? ¿O una casa prefabricada y una casa construida por
alguien que me conoce a mi y la vida que llevo?. Las diferencias son
marcadas por las relaciones únicas de quien da y quien recibe. Cuando
la vida está llena de cosas así, hechas con cariño, conectadas por una
red de gente y personas conocidas, es una vida plena, enriquecedora.
Hoy en día vivimos bajo una avalancha de monotonía e impersonalidad.
Hasta los productos hechos a la medida, si son producidos en masa, solo
ofrecen unas pocas permutaciones de los mismos bloques estándares. Esta
monotonía entumece el alma y abarata la vida.
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