Lo que llamamos recesión, una cultura anterior pudo haber llamado “Dios abandonando al mundo.” El dinero está desapareciendo, y con él otra propiedad del espíritu: la fuerza animadora del ámbito humano. Las fábricas se han detenido, los equipos se oxidan en los sitios de construcción; parques y bibliotecas cierran, millones hay sin techo ni comida, mientras las unidades de vivienda siguen vacantes, y la comida se pudre en los almacenes. Pero todos los insumos materiales y humanos para construir las casas y distribuir los alimentos aún existen. Es más bien algo immaterial, el espíritu animador, que ha huido. Lo que se ha fugado es el dinero. Es lo único que falta, tan insustancioso (en su forma de electrones en computadoras) que apenas se puede asegurar que existe, y tan poderoso que sin él la productividad humana se detiene por completo. A nivel individual tambien, podemos ver los efectos desmotivadores de la falta de dinero. Consideremos el estereotipo del hombre desempleado, casi en la quiebra, recostado frente al televisor en su ropa interior, tomándose una cerveza, con apenas las fuerzas para levantarse de su asiento. El dinero, al parecer, anima tanto a la gente como a las máquinas. Sin él estamos desanimados o sin espíritu.
No nos damos cuenta que nuestro concepto de la divinidad ha atraido a si un dios que le encaja perfectamente, y le ha dado soberanía sobre la tierra. Al divorciar al alma de la carne, al espíritu de la materia, y a Dios de la naturaleza, hemos instaurado un poder soberano desalmado, enajenador, ni divino, ni natural. Así que cuando hablo de consagrar al dinero, no invoco agentes supernaturales que le infundan santidad a los objetos inertes y mundanos de la naturaleza. Mas bien, estoy regresando a un tiempo pasado, que predata este divorcio entre materia y espíritu, tiempo en el cual la santidad era endémica a toda cosa.
¿Y que es lo sagrado? Tiene dos aspectos: la unicidad y la relación. Un objeto o ser sagrado es aquel que es especial, singular, único en su categoría. Por eso es infinitamente preciado; es irremplazable. No tiene equivalente, ni ningún “valor” finito, ya que el valor solo se determina por comparación. El dinero, como toda medida, es un estándar de comparación.
Por consiguiente una vida monetizada o basada en un valor monetario es una vida profana puesto que el dinero y las cosas que compra no cuentan con las propiedades de lo sagrado. ¿Que diferencia hay entre un tomate comprado en el supermercado y un tomate producido en la huerta de mi vecino que recibí como obsequio? ¿O una casa prefabricada y una casa construida por alguien que me conoce a mi y la vida que llevo?. Las diferencias son marcadas por las relaciones únicas de quien da y quien recibe. Cuando la vida está llena de cosas así, hechas con cariño, conectadas por una red de gente y personas conocidas, es una vida plena, enriquecedora. Hoy en día vivimos bajo una avalancha de monotonía e impersonalidad. Hasta los productos hechos a la medida, si son producidos en masa, solo ofrecen unas pocas permutaciones de los mismos bloques estándares. Esta monotonía entumece el alma y abarata la vida.
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