
Una vez que sucedió a Boris Yeltsin en 2000, Vladímir Vladímirovich Putin fue tratado con mimos por un Occidente que pretendió desactivar su posible oposición a las aventuras bélicas en marcha, contar con su consentimiento para instalar bases militares en Asia Central, implicarlo en la inmoral guerra contra Afganistán y utilizar su territorio para el tránsito de los convoy (Ruta Norte) a este país, y todo ello a cambio de nada: concesiones unilaterales.
En 2008, el ex oficial de la KGB y su equipo se dieron cuenta que el acercamiento a Occidente no había beneficiado a Rusia. El enfoque brzezinskiano de la política exterior de Obama, de menos Oriente Medio y más contención de Rusia y China, era más cristalino que el vodka. Putin recogió la idea fracasada de Obama de formar un G2 con China, y fortaleció sus lazos con el gran vecino.
Putin comenzó a proyectar una imagen de fuerza y seguridad y consolidó su poder personal. Su postura antiestadounidense neutralizó a los militares “nostálgicos” que venían exigiendo una política exterior contundente en defensa de los intereses nacionales.

Como señala la politóloga Nazanin Armanian, en su blog, Libia es el nombre del penúltimo golpe que Putin recibió de Estados Unidos: la resolución del Consejo de Seguridad proponía una zona de exclusión aérea y no el cambio del régimen. A partir de ese momento, Putin se opone a amenazas de Washington contra Irán y Siria y concede asilo a Snowden, intentando recuperar la autoridad moral que había perdido.
Así surge la nueva Doctrina Putin que considera la inestabilidad de los países vecinos una amenaza para la seguridad rusa y se adjudica el derecho a estabilizarlos.
Rusia dejó de confiar en Estados Unidos y la Unión Europea. Los trágicos fines de Saddam y Khadafi mostraron que ni una sólida relación con Occidente es garantía de salvar el pellejo. Más...
Fuente: Artículo de Walter Goobar, "Preludio para una guerra inminente"
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