No está claro en base a qué análisis el Pentágono y la CIA pensaron que
su complot contra Rusia –el de instalar un régimen antirruso en Kiev e
integrarlo en la OTAN– iba a tener éxito. Si a pesar de contar con miles
de agentes e informantes militares y civiles, públicos y ocultos en
ese país, Estados Unidos ha hecho un fiasco de gran calibre y de
consecuencias imprevisibles. Los sectores belicistas del gobierno de
Estados Unidos cometieron la grave imprudencia de cruzar la línea roja
con Moscú, pasando de guerras periféricas (antes en Corea o Vietnam,
hoy en Siria) a provocar un enfrentamiento directo con Rusia. Ahora,
además de tragarse el sapo de la integración de Crimea a Rusia –en parte
gracias al referéndum y el hábil uso del vox populi por parte del
Kremlin– también han tenido que aceptar la propuesta de Moscú de cambiar
la Constitución ucraniana para transformar el país en una federación,
en un Estado-tapón no alineado, y así impedir que se convierta en otra
base de la OTAN en sus fronteras. Y quizás sea mejor que no lo amenacen
con más sanciones económicas si no quieren que los rusos saquen su
dinero de Chipre o de Portugal y fuercen a Bruselas a un nuevo rescate.
Una vez que sucedió a Boris Yeltsin en 2000, Vladímir Vladímirovich
Putin fue tratado con mimos por un Occidente que pretendió desactivar su
posible oposición a las aventuras bélicas en marcha, contar con su
consentimiento para instalar bases militares en Asia Central, implicarlo
en la inmoral guerra contra Afganistán y utilizar su territorio para el
tránsito de los convoy (Ruta Norte) a este país, y todo ello a cambio
de nada: concesiones unilaterales.
En 2008, el ex oficial de la KGB y su equipo se dieron cuenta que el
acercamiento a Occidente no había beneficiado a Rusia. El enfoque
brzezinskiano de la política exterior de Obama, de menos Oriente Medio y
más contención de Rusia y China, era más cristalino que el vodka. Putin
recogió la idea fracasada de Obama de formar un G2 con China, y
fortaleció sus lazos con el gran vecino.
Putin comenzó a proyectar una imagen de fuerza y seguridad y consolidó
su poder personal. Su postura antiestadounidense neutralizó a los
militares “nostálgicos” que venían exigiendo una política exterior
contundente en defensa de los intereses nacionales.
Rusia, al igual que los chinos, sospecha que las primaveras árabes están
promovidas por Estados Unidos para rediseñar el nuevo mapa de la región
acorde a los actuales intereses y en perjuicio de Rusia y China.
Como señala la politóloga Nazanin Armanian, en su blog, Libia es el
nombre del penúltimo golpe que Putin recibió de Estados Unidos: la
resolución del Consejo de Seguridad proponía una zona de exclusión aérea
y no el cambio del régimen. A partir de ese momento, Putin se opone a
amenazas de Washington contra Irán y Siria y concede asilo a Snowden,
intentando recuperar la autoridad moral que había perdido.
Así surge la nueva Doctrina Putin que considera la inestabilidad de los
países vecinos una amenaza para la seguridad rusa y se adjudica el
derecho a estabilizarlos.
Rusia dejó de confiar en Estados Unidos y la Unión Europea. Los trágicos
fines de Saddam y Khadafi mostraron que ni una sólida relación con
Occidente es garantía de salvar el pellejo. Más...
Fuente: Artículo de Walter Goobar, "Preludio para una guerra inminente"
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