En las economías capitalistas modernas a menudo se considera la
productividad, es decir el rendimiento alcanzado en la economía por cada
hora de trabajo, como el motor del progreso. El rendimiento lo es todo.
El tiempo es oro. La búsqueda del aumento de la productividad ocupa
montones de páginas de literatura académica y obsesiona las vigilias de
los presidentes de empresa y los ministros de finanzas. Quizá sea
perdonable: nuestra capacidad para producir más con menos gente nos ha
aliviado del trabajo pesado y nos ha proporcionado una enorme riqueza
material.
Pero el afán incesante por la productividad puede también tener
algunos límites naturales. Una productividad en constante aumento supone
que, si nuestras economías no siguen expandiéndose, corremos el riesgo
de dejar a gente sin trabajo. Si es posible aumentarla año tras año, con
cada hora de trabajo o bien aumenta la producción o hay menos trabajo
disponible. Nos guste o no, nos encontramos enganchados al crecimiento.
¿Qué debería pasar entonces cuando, por un motivo u otro, no va a
haber más crecimiento? Puede tratarse de una crisis financiera. O del
aumento de los precios de recursos como el petróleo. O de la necesidad
de frenar el crecimiento por el daño que le está haciendo al planeta: el
cambio climático, la deforestación, la pérdida de biodiversidad.
Cualquiera sea la razón, en las economías actuales ya no puede darse por
supuesto que el crecimiento continuará de manera segura y fácil. El
resultado es el mismo. El aumento de la productividad amenaza al pleno
empleo.
Una solución sería aceptar los aumentos de productividad, acortar la
jornada laboral y compartir el trabajo disponible. Propuestas como
estas, conocidas desde la década de los treinta, están resurgiendo en
alguna medida a consecuencia de la recesión continuada. La
New Economics Foundation,
un grupo británico de expertos, propone una semana de trabajo de 21
horas. Puede ser que a un maniático del trabajo no le guste la idea.
Pero, por cierto, es una estrategia sobre la que vale la pena
reflexionar.
Pero hay otra estrategia para mantener a la gente trabajando cuando
se estanca la demanda. Tal vez sea una solución más sencilla y
convincente a largo plazo:
disminuir la presión sobre la búsqueda
incesante de una mayor productividad. Mediante la reducción de la
presión sobre la eficiencia y creando empleos en los que
tradicionalmente han sido considerados sectores de “baja productividad”
tenemos a nuestro alcance los medios para mantener y aumentar el empleo,
incluso cuando la economía se estanca.
A primera vista esto puede parecer ridículo ya que estamos muy
condicionados por el lenguaje de la eficiencia. Pero hay sectores de la
economía en los que la búsqueda del aumento de la productividad no tiene
ningún sentido. Ciertos tipos de tareas se basan intrínsecamente en la
asignación de tiempo y atención por parte de quienes las desempeñan.
Las
profesiones dedicadas a la atención de las personas son un buen
ejemplo: la medicina, el trabajo social, la educación. La expansión de
nuestras economías en esas direcciones tiene todo tipo de ventajas pues significan aumentos de calidad y de utilidad social.
Fuente: Artículo escrito por Tim Jackson en The New York Times, 26 de mayo de 2012,
"Seamos menos productivos"